Pequeños actos de pertenencia

 

Hace poco empecé un voluntariado en una librería solidaria. Fue casi mágico descubrir que podía ayudar mientras aprendía de libros y de todo lo que los rodea. No sabría explicar con exactitud esa sensación. Tal vez lo más certero sea decir que, por primera vez, comprendí de verdad lo que significa “hacer lo que amas”. Sentí que estaba justo donde debía estar.

Desde niña me han fascinado los objetos, en especial los de escritura: cuadernos, libretas, lápices de todos los colores… Recuerdo pasar los dedos sobre las portadas, abrirlos sin escribir nada, solo para oler el papel. Más tarde, Sábato me despertó como lectora con El túnel —el primer libro que leí con plena conciencia, saboreando cada página. Mis veintes llegaron de la mano de Mario Mendoza, Borges, Andrés Caicedo; y lo que llevo de mis treintas ha estado lleno de voces que siento mías. May Sarton y Marta D. Riezu, en especial, me han reconciliado con una forma más lenta, más íntima y más silenciosa de estar en el mundo. Me fui enamorando no solo de la lectura, sino del libro como objeto. Me atraían esas hojas perfectamente encuadernadas, los títulos, los lomos, los colores. Me llamaban. Me esperaban.

A medida que crecía, empecé a visitar bibliotecas. Me gustaba la forma en que me acogían: silenciosas, ordenadas, introspectivas. Envidiaba a quienes trabajaban allí, los que clasificaban libros, sellaban las fechas de entrega, hablaban en voz baja. Me parecía un oficio sagrado. Un privilegio.

Desde entonces, empece a conocer el mundo de las librerías. cada vez que entro a una de ellas, siento que estoy tocando una forma discreta de contemplación. Me gustan las más pequeñas, aquellas con estanterías desordenadas, pisos de madera que crujen, esquinas donde alguien lee en silencio. Algunas tienen cafés adentro, como si supieran que el café y los libros fueron hechos para estar juntos.

Así fue como, en mi primer día en la librería solidaria, algo se acomodó por dentro. Me descubrí siendo yo,  mientras organizaba las secciones, sacaba libros de la trastienda —esos que esperan a ser tesoros para alguien—, afinaba la mirada, el criterio, el gusto. Sentí que cada gesto tenía sentido.

Y comprendí, con una claridad que no había tenido antes, que todo lo que me hace ser, siempre tiene que ver con las palabras. El teatro, los diarios, la música, el cine, los libros. Todo lo que permite decir, expresar, nombrar lo que de otro modo se quedaría dentro. 

Hay vidas que uno no planea, pero cuando llegan, encajan como si siempre hubieran estado esperándote.

Ser librera es, sin duda, una de las vidas que quiero vivir.